Hace ya varios años, durante mi estadía en la austral ciudad de Punta Arenas, debí contratar para el departamento de Finanzas que yo dirigía de una importante empresa pública, un profesional contador.
Luego de las pruebas y conversaciones respectivas, decidí que el elegido era un contador que había nacido en la Isla de Chiloé, con quién durante los años que siguieron hicimos una amistad creciente.
Desafortunadamente, en una situación administrativa que debí enfrentar, este profesional realizó varias declaraciones en mi contra y que me perjudicaron en gran forma.
Paso el tiempo y luego supe por terceras personas, que el contador atravesó una muy profunda crisis por la acción que había efectuado. Supe que salía a caminar solo pensando en mi, ¿dónde estaría? ¿qué problemas estaría enfrentando? Incluso en una oportunidad, se introdujo a una reunión de ejecutivos de la empresa, y les comenzó a gritar en mi defensa, hasta garabatos les dijo.
Finalmente, pasaba noches enteras despierto pensando en mi situación personal, hasta que debieron llevarlo a un hospital psiquiátrico con camisa de fuerza, en donde estuvo internado varios meses hasta lograr su recuperación.
Una fría mañana en que con mi esposa iba atravesando la Plaza Muñoz Gamero, veo que viene frente a nosotros. Ibamos a hacernos a un lado, pero nos detuvo y me dijo: Santiago, puedo hablar un minuto contigo. Yo, a pesar de lo enojado que estaba con él, le dije que bueno.
No alcanzó a decir nada, allí en la Plaza se puso a llorar amargamente y me pidió que lo perdonara, que no sabía lo que estaba haciendo cuando declaró, que por favor lo perdonara. Hasta allí llegó mi molestia. Volvimos con el tiempo, a ser los amigos de antes. No lo veo hace muchos años pero estoy cierto que cuando nos encontremos no habrá diferencia ninguna.
A que viene este recuerdo. En la conversación sostenida con mi hijo hoy en la mañana, sobre la autoridad moral, le comenté esta situación. Las personas que trabajaron conmigo en Valparaíso, Punta Arenas, en Iquique o en Antofagasta, sabían que podían contar conmigo para solucionar sus problemas. Personas muy mayores a mi, me contaban sus problemas personales. Sabían que además de los aspectos técnicos que debía desarrollar, tenía que tener una actitud correcta con las personas que estaban bajo mi supervisión. Mi autoridad no era la que me daba la función que desempeñaba, me la entregaba mi comportamiento ético con las personas.
Finalmente con mi hijo, concluimos que las personas que actúan en forma incorrecta llegan a sufrir tanto o más que aquellas a quienes pretenden provocar daño. La persona debe sentir y sufrir en su fuero íntimo, que ha actuando en forma reprochable y que no puede hacer nada para sacarse el dolor y esa sensación amarga de su ser.
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